Hablar de la educación como un “derecho” es un absurdo semántico, cuando no una manipulación político-lingüística. En cualquiera de sus acepciones (como transmi-sión de la cultura, como difusión del saber, como moralización de las costumbres, como socialización de la población, como proceso de subjetivización,...), la educación “sucede” —acontece, pasa ocurre. Se da la educación en cada intercambio comunicativo, en todos los momentos de la vida social, en cada uno de los ámbitos de la relación humana... Considerar que, así entendida, la educación es un derecho humano resulta tan absurdo como postular que también respirar, caminar o dormir por las noches son derechos de todos los hombres, prerrogativas genéricas que, en tanto “logros de la Humanidad”, han de ser asignadas y protegidas precisamente por los Estados democráticos. Las cosas que simplemente “suceden”, sugeriría Derrida, ni siquiera son susceptibles de decontrucción: podemos desmontar la Escuela, pero no la educación; cabe deconstruir el Derecho, aunque no la justicia, etc. Por eso, y más allá del absurdo semántico, nos hallamos ante una trampa lingüística: “derecho a la educación” significa, en realidad, “obligación de acudir a las escuelas”, como el “derecho al trabajo” ha venido resolviéndose en tanto “obligación de desear ser explotado laboralmente”. Y, así como el trabajo no coincide necesaria-mente con el empleo, ni la labor con el contrato salarial; la educación se distingue de la escolarización....
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